domingo, 13 de febrero de 2011

UN HOMBRE CAMINABA SOLO

¡La primavera ya ha llegado! Puedo ver cómo crece. Una vez me quité el jersey y el abrigo, y los entregué a los abismos. Pero ahora me quito la camisa porque ya no me sirve para nada. Ahora mis brazos están desnudos y los entrego a los rayos venenosos. Y más tarde me quitaré también los pantalones y serán mis piernas blancas las que se entregarán a la caricia de los rayos, dejándose arrullar por lo dañino, creyéndose seguras en la calidez imperiosa.

Ya mis antebrazos están morenos. Ayer, sábado, crucé la ciudad entera con mi bicicleta, junto a mi hermana Kika, y ví cosas muy hermosas: ví gente paseando, adolescentes con la camiseta arremangada hasta el esternón -adolescentes de cintura breve- que refunfuñaban de la mano de sus padres; ví familias enteras creciendo en una sola forma nueva, una maraña de huesos, grasa, vísceras y cabellos que se agitaban al unísono;  todos eran partícipes de aquel movimiento, ejecutándolo de forma exacta para hacer avanzar el organismo nuevo que eran ellos mismos en un solo acto universal y necesario.
Recorrimos las avenidas más largas de la ciudad, y se hacían tan cortas a nuestros pasos. La imagen venidera se ensanchaba en nuestros ojos con la rapidez de un rayo, y esas imágenes hipertrofiadas nos hacían despertar de nuestro ensimismamiento. El sonido de la rueda en el asfalto era el latido de nuestro corazón, que se había convertido en una sola sístole prolongada y monocorde.

Recorrimos las costillas del puente nuevo, y toda esa empalizada se transformaba en una nueva imagen recogida en si misma –imagen de mástil solitario- durante una ráfaga de segundo, para luego volver a desplegar su lomo de acordeón tras el pedaleo fugaz. Esquivamos transeúntes de cintura breve y carne color arena. Ni siquiera había llegado, aún, el tiempo del jadeo.

¡Sí! Recorrimos la ciudad. Avanzábamos verticales, nos erguíamos sobre nuestras bicicletas para sentir el mundo en nuestra frente. Nos hacíamos más altas, nos alargábamos.

Teníamos que subir un puente del color de las semillas rojas. Ascendimos por el óxido, mientras el suelo temblaba y nos sacudía.

Había que cruzar otro puente sobre la desembocadura del río. El río iba a vomitar todo su lodo justo en ese lugar inimaginable. Nosotras atravesamos la desembocadura del río y vimos más cosas. Vimos a hombres que pescaban justo en la desembocadura del río.
Tres hombres de camisa abierta, que entregaban su cuerpo al arrullo de los rayos. Hombres de barrigas redondas como el mundo, hinchadas, unas barrigas que se abombaban mientras pescaban. Tenían unas sillas de plástico blanco pero ellos permanecían de pie, escarbando en el lodazal con sus cañas.

Entonces llegó el tiempo del mar. ¡El mar! Vimos el mar tatuado con imágenes de grúas que se alzaban en el cielo como dinosaurios. Ese era el mar del puerto. En sus tatuajes se dibujaban grandes grúas, y podíamos ver vértebras de hierro que se abrazaban unas a otras para darles su forma de grúa.
Allí habitaban familias enteras que avanzaban al unísono en la nueva forma creada que eran ellas mismas. Nosotras esquivábamos a las masas orgánicas. La playa espolvoreada de niños de colores. – Se me olvidó hablar de los colores- Los colores eran impuros, tamizados por una nube blanca que cubría el cielo. 

Nosotras corríamos junto a esa playa cubierta de sombrillas. Cubierta de una gran carpa de circo de cien colores.

Entonces nos desviamos por un camino que se introducía entre unos matorrales polvorientos. ¿Y qué logré ver allí? Ví un hombre que caminaba solo. Tenía una camisa blanca y no se había entregado al acto de arremolinar las mangas en torno a sus codos. Porque el hombre que ví allí no podía pensar en el sol que mancillaba su rostro. Ni podía pensar en nada. Su rostro estaba atenazado por una mancha, una gran mancha que cubría su rostro de abajo hacia arriba. La piel morena se abría para expulsar el calor. Pero a él no le importaba el calor. El cabello oscuro permanecía olvidado en lo alto. El hombre que yo ví tenía un papel en la mano. Lo arrugaba entre los dedos mientras la mancha de su rostro avanzaba de abajo hacia arriba hasta cubrirlo por completo. Ví cómo la gran bola de la garganta se agitaba como una oruga en su cuello. No me salpicó la angustia del hombre que yo vi y pudimos continuar con nuestro viaje.

Cuando tuvimos que avanzar hacia la autovía ya el mar no estaba.








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