miércoles, 9 de febrero de 2011

Siempre hay un señor o señora, que frecuenta con asiduidad la cafetería de los hospitales. En el Hospital de D. también lo hay. Es un señor anciano, de ingrávida sonrisa que contrasta con los apéndices de postura descendente: los párpados colgantes, los carrillos colgantes... Como si el suelo se empeñara en poseerlo cuanto antes, preludio de su fin inminente. Pero su sonrisa... Ah, ésa permanece en el rostro y lo cubre de una ligereza que consigue minimizar la fealdad de su prognatismo no tratado.
El anciano acude diligente a las ocho en punto, hora a la que abren la cafetería. Y a las ocho y dos minutos pide su café descafeinado de máquina y un croissant para llevar. Lo imagino portando la ofrenda bajo el jerséi, oculta a la mirada de los médicos, para entregársela bajo secreto a su esposa enferma que seguro yace en alguna habitación con vistas. El anciano es de movimientos cadenciosos pero de súbita sonrisa. Es esa prontitud en la sonrisa lo que me hace quererle un poco. Y hoy, esta mañana, estaba junto a mí, con su croissant para llevar, buscando las monedas en el bolsillo mientras apoyaba su bastón en la barra. Yo me he impacientado un poco. Nada ha conseguido arrancar de mí este cansancio que crece cada día que pasa desde que trabajo en el Hospital de D. Yo me tambaleaba junto al anciano de sonrisa pétrea, y esa sonrisa esta mañana ha soliviantado mi alma. No quería llegar tarde porque hay unos objetivos que cumplir y bla bla bla. Entonces, él ha percibido mi acritud de niña pija y, sin apagar la luz de sus labios, me ha dicho: Pase, pase usted, si yo ya no tengo prisa...


Si yo ya no tengo prisa... Si yo ya no tengo prisa...


-Yo tampoco tengo prisa, caballero, no se preocupe.
Y me he sentado con mi desayuno junto a un gran ventanal, mirando la niebla desvanecerse mientras se desvanecía también mi temor, mi horror.

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