viernes, 18 de febrero de 2011

"¿Puede entrar mi señora?"


-“¿Puede entrar mi señora?”. Su señora, querido amigo, supondría un elemento hostil en este espacio aséptico, como un quejido de placer proferido desde el alma del asceta.
Y el demente se revuelve bajo el paño estéril. La cirujana suspira con afectación de actriz, y prosigue. Disección conjuntival con tijeras romas. Cauterización de la superficie escleral. Incisión con bisturí de 30. Yo la sigo en sus pasos con sumo cuidado. Voy limpiando los restos de sangre con la hemosteta para permitir la correcta visualización del campo quirúrgico en todo momento. Tras su mano sigue la mía de movimientos torpes. “¡Suero!”. He de irrigar la córnea que permanece ajena y reseca, orientada hacia El Hades por el hilo de seda que, a modo de polea, suprime su voluntad. ¿En qué se transforman las miradas de los ojos que no son ojos sino marionetas construidas con  hilos de seda? El paño recubre toda la cabeza del demente dejando al descubierto El Ojo. La cirujana ha atrapado el músculo recto superior con un hilo de seda de cinco ceros de grosor y ha tirado de él hacia arriba, provocando la obscena posición de la córnea, que  muestra su expresión de expiación por pecado jamás cometido.
Y el párpado que no la recubre le otorga un inusitado sentimiento de vergüenza ante la desnudez concedida. El párpado está atrapado en un cepo que suprime su voluntad de parpadear. Pobre ojo, desnudo y arrepentido. Si se lo mirase desde abajo diríase que es asombro lo que lo envuelve. O algunos pensarían que el pánico invade su desorbitado espacio. Mirada desorbitada desde abajo, aflicción impuesta desde arriba.
“¿Puede entrar mi señora?”. La cirujana detiene su actividad precisa. “¿Qué le sucede, señor?” En brusco ademán deja el bisturí sobre la mesa y su voz también es brusca. Se escucha un balbuceo. “No puedo respirar”. La expresión de tal estado de angustia la irrita todavía más. ”Sí que puede respirar”. Y prosigue su tarea. Disección del colgajo escleral hasta el limbo corneal.  De nuevo cauterización. El lecho blanco parece una cama de sábanas recién cambiadas. Un espacio que invitara a la creación. Pero no hay posibilidad de creación, los pasos han sido perfectamente aprendidos, laboriosamente practicados durante lustros, automáticamente reproducidos durante décadas. No existe la osadía de modificar la trayectoria impartida por los predecesores sabios. La mano del cirujano es la del ensamblador de piezas en la cadena de una fábrica. No hay nada que temer.
El demente se revuelve, gimiendo. “No puedo respirar”. La auxiliar de voz dulce se aproxima y le dice que no se mueva. “Es que no puedo respirar”. 
Yo sólo quiero liberar al demente de mirada afligida. “Le haremos un agujero en el paño para que pueda respirar”. La cirujana ha detenido de nuevo su actividad y resopla desde su trono. Yo irrigo la córnea.
“Quiero que entre mi señora, si ella entrara…” No podemos concederle su deseo, querido amigo demenciado por el pánico que le hemos impuesto a su ojo si se le mirase desde abajo.
El anestesista mira por encima de sus gafas de cerca. No tiene intención de participar en la escena. Ni siquiera parece irritado por haber sido interrumpido en su lectura. Tan sólo mira, ausente.
La cirujana pretende acabar su tarea. Aún queda la aplicación de mitomicina a concentración de 0,02 %, realizar la trabeculectomía y cerrar.  Pide a los asistentes que comuniquen al anestesista si acaso pudiera hacer algo…
“De acuerdo, 5 mg de midazolan, así se tranquilizará, compañero”. Empiezo a inquietarme, pero la esterilidad envolvente me impide dar muestras de mi estado porque he de tener cuidado de no contaminarme con lo ajeno. Me irrita la utilización de la palabra “compañero”, ese ademán de cercanía resulta grotesco y acrecenta aún más la soledad del demente que gime desde su estática postura. Indefenso ser en la oscuridad de lo prohibido. Indefenso ser que yace bajo el paño estéril. Acaso lo único certero que en esa palabra haya sea nuestra común incapacidad de mostrar los funestos sentimientos por el miedo a contaminarnos con lo ajeno. Pero él yace en lo prohibido, en el mundo contaminado, bajo pliegues de verde impoluto, y yo me hallo en el lado de la pureza, sudando bajo mi túnica. La reina suspira en su trono mientras el enfermero sigue las instrucciones del anestesista e induce el dulce sueño.
Empapa la cirujana reina el lecho escleral con mitomicina a la concentración de 0,02 % durante sólo unos segundos. Luego yo irrigo con abundante suero fisiológico para no prolongar el efecto antimitótico que sería destructivo a la larga. “¿Puede entrar mi señora?”. “¡Pero qué significa esto!” Con el bisturí alzado por la interrupción diríase que  se dispone a batirse en duelo. “¡Qué significa esto, no comprende que no puede moverse ni hablar, que no nos está dejando hacer nuestro trabajo!” “¡Pero es que yo ya no quiero que me operen, lo único que quiero es salir de aquí, no lo soporto más!” Mucho me temo, mi querido demente, que eso debiera haberlo pensado antes. Su ojo ya ha sido mancillado y el daño tan sólo puede reparase con unos minutos de paciencia. “¿No me oyen? ¡Quiero salir de aquí, quiero que entre mi señora!” Ahora sus movimientos muestran la vehemencia del que lucha por un noble ideal. Se contorsiona en movimientos que adivinamos por los pliegues que surcan el paño como carreteras y canales y ríos… El demente se contorsiona ante mi mirada atónita. Trago saliva y sólo se oye el roce de su cuerpo contra el paño verde. Pobre larva que aún no debe abandonar la crisálida. “¡Esto es intolerable! ¡Debían haberme advertido de esto!” compungida la cirujana desde su trono. Tras su voz atronadora se escucha un golpe seco. “¡A ver si así se está quieto!” Primera estocada, touché. Pero los nudillos han sustituido el florete y la frente, el pecho. Escucho risitas entre el público. La saliva inunda mi boca y trago una y otra vez. ¡Resiste, compañero de lo prohibido! Durante unos instantes el paciente yace inmóvil.  El anestesista sonríe. “Compañero, no crea que esto es maltrato, tan sólo queremos que se esté quieto”. El enfermero ríe de felicidad con chillidos agudos. “¡No se rían de un pobre viejo!”. La auxiliar se compadece. “Caballero, tiene que dejar terminar a la cirujana, tranquilícese”. Algo se recompone en mi interior.
“¡Dejadle en paz, menudo numerito está montando, y esa obsesión por su señora, jamás entendí esa dependencia hacia el cónyuge de algunas personas!”. Yo me revuelvo en mi silla. “Ya lo ha oído, compañero, no es usted un hombre de verdad”. De nuevo los agudos chillidos del enfermero. “No se enfaden conmigo, yo sólo quiero irme…” Segunda estocada de nudillos sobre la testa. “¿Aún no ha aprendido a estarse quieto, o qué? ¡Habrase visto cosa semejante! Perdiendo mi tiempo por este viejo que no para de llorar… ¡Agradecido debería de estar por operarle, señor, menudo numerito!”.
Quiero desaparecer de la escena. Liberar al bufón y correr. Miro de reojo a la cirujana. Remolinos de arrugas se aúnan en una sola línea, dando origen a los rasgos de notable sobriedad. Frente altiva y verbo belicoso. Pero noble ejercicio al que ha consagrado su existencia con una pasión que aún percibo en el aletear sigiloso sobre los ojos de los seres que precisan su arte. Seguidora de las últimas tendencias en moda y literatura.  Suficientemente satisfecha de su matrimonio con Don Fermín. Tiene la mirada huidiza de quien ha sido expuesta a la opinión pública. Pero su esbelto cuello la  elevó sobre  los ecos de calumnias que se cernieron sobre ella cuando fue nombrada Cirujana Jefa. Detesta la insolencia y la manifestación de los estados internos. Pero lo que más detesta es la descortesía del demente frente a su arte. Noto las gotas de sudor cayendo por mi espalda. Hace mucho calor aquí dentro.
De pronto, el paciente ya no gime. Su lucha le ha agotado y reposa bajo el paño estéril. ¡Reflexiona, amigo, sobre el fracaso de tu obra! La cirujana reina detiene su actividad. Un silencio espeso se cierne como la noche. Sin terminar la trabeculectomía, cierra las heridas impuestas. ¿Acaso he visto cómo le temblaba la mano mientras suturaba la esclera? ¡Si tan sólo pudiera ver su boca, que imagino contraída en arrugas de perdón! Pero su cara es una sonrisa quieta tras la mascarilla.
El enfermero suspira y el anestesista retoma su lectura, “Efectos el propofol sobre la memoria inmediata”.
La cirujana se alza del trono y abandona la sala.
Bajo el paño estéril la masa profiere un bostezo. “¿Puede entrar mi señora?”


2 comentarios:

  1. Me gusta este relato y, al mismo tiempo, me lleva a rememorar aquél accidente que tuve hace ya muchos años en un ojo, lo cual supuso un par de puntos en el mismo. Jamás pensé hasta entonces que se pudieran dar puntos en un ojo. Esos fueron los primeros y únicos puntos que recuerdo me hayan dado en mi vida, aparte de algunos en la ropa.
    Los quise guardar de recuerdo (los puntos), pero un día desaparecieron. Primero quedó un recolgando en el ojo y luego desapareció. Al día siguiente se fue el otro y se perdió en la inmensidad del mundo.
    Ahora pienso que no me dañaré el ojo adrede con el objeto de tener unos puntos similares de recuerdo. Aunque bien mirado, al otro ojo bien podría saltarle sin querer el cristal roto de un vaso de agua...

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  2. Por cierto, después de leer esto estaría temeroso de ponerme en tus manos. Doy por hecho que la experiencia te ha dado seguridad, pero no sé, no sé...

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