lunes, 7 de febrero de 2011

Finalmente sí, había conseguido trabajo en el Hospital de D. Su vida acababa de cambiar radicalmente, y como todos los cambios, para ella suponía un suplicio: el madrugar a las 6 de la mañana y coger un taxi hasta el Corte Inglés de la avenida de Francia, donde dos colegas pasaban a recogerla en coche. El viaje de una hora hasta el Hospital de D. con los ojos abiertísmos por la escasa confianza que le impedía soñar durante una hora en el carruaje mientras amanece en el cristal. El sistema informático del hospital, tan sofisticado e inaccesible para sus deditos acostumbrados a la simpleza de su VAIO, de su hotmail y de algunos blogs interesantes. Los compañeros nuevos, majos, sonrientes, displicentes, complacientes. El instrumental quirúrgico desconocido: pinzas de colibrí, qué diablos será eso; ¿tenemos pinzas de córnea? No; ¿tenemos pinzas de rexis? No; ¿tenemos sistema de aspiración manual? No, niña, adáptate a lo que ves...
(Sí, bueno, ella no era demasiado buena adaptándose a nada; siempre había creído que una especie de mal del autista la caracterizaba, razón por la cual se desorientaba si la despojaban de sus rutinas tan preciadas).
El terminar a las 14.30 y esperar a los compis de la mañana para regresar con ellos en coche de nuevo; el llegar a casa a las 16.30 sin comer, sin comida, sin fuerzas más que para dormir sobre la cama deshecha. El acudir a un par de consultas privadas dos tardes a la semana porque en aquel momento no tenía nada mejor que hacer, y de las que ahora no sabía cómo desprenderse... El examen de oftalmología por el que había pagado 400 euros y que ni siquiera sabía si iba a poder estudiar; el coche nuevo, máquina de matar (ahora tiene más probabilidades de morir, y a ella la muerte siempre le ha dado mucho miedo).
El carecer, de una vez por todas, de tiempo que perder.
Por fin se había cumplido la profecía de su madre: no tendrás tiempo que perder, nunca más. Ni ese sentimiento de culpa que yo te he inculcado. Has entrado en la vorágine del trabajo de la que nunca, nunca, escaparás.
Una angustia lacerante la acucia aún hoy cada día; traga saliva y continúa con su vida recién estrenada.

1 comentario:

  1. La angustia se supera con la experiencia, pero la falta del tiempo que perder, tan necesario a veces, es más difícil de superar. Espero que hayas dominado ambos.

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