martes, 22 de febrero de 2011

PONIENTE

Esta mañana he perdido el autobús de las 7.30 que me lleva al Hospital de D. Como me alojo en D. los lunes y los martes, alejando de mí ese sentimiento de culpa al que me lleva mi propia existencia y que se ensancha cuando circulo en mi vehículo, puedo subir hasta el hospital en autobús. Pero he perdido el de las 7.30. Entonces he buscado un bar, para pasar la hora restante hasta el siguiente autobús, y en mi periplo por las calles de D. he atisbado el mar, a lo lejos, tan cerca de una. Soplaba un viento cálido de poniente, y el sol era rojo y limpio, sin ese velo que la humedad produce sobre el sol y los colores en general en D. El poniente es ausencia de humedad, y de pronto se alcanza una nitidez insospechada alrededor. Los colores son puros; el pelo se me alisa sin necesidad de secador, con el poniente, y mis ansias de ver el mar se acrecentaron a la vez que decrecía la luna llena que ya no es llena porque se vacía cada día. El callejón en el que me encontraba estaba oscuro y algunas estrellas persistían, por ahí. Pero el sol me atrajo y he paseado durante una hora frente al mar, alborotador -le alborotaba a una de lo encrespado que se mostraba, de nuevo, por el viento de poniente-.
Hoy al fin se ha cerrado la herida en la córnea del señor A. que yo misma le ocasioné al quemarle la incisión por una potencia demasiado elevada de los ultrasonidos. Hoy al fin, tras un mes de idas y venidas y de una gran descofianza manifiesta, el paciente se halla por fin, estable. Ningún humor chorreaba de la herida como riachuelo escapado del río que le diera origen. Su desconfianza ha persistido pero esta vez el señor me ha sonreído.
(Algunos otros, orondos como obleas, con sus pieles escamadas de pez, me rozaban las rodillas sin querer mientras los examinaba en la lámpara diminuta para sus enormidades. Yo me he sobresaltado, nerviosa y aterida como un animal moribundo).

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