martes, 8 de febrero de 2011

EL VELLO

Habían estado toda la tarde haciendo como que estudiaban. Ella había bajado a atender un hiposfagma. El había taponado una epistaxis. La guardia estaba siendo buena. Así, podían dedicar las horas muertas de aquel domingo de mayo a hacer cuanto se les antojase. Leer artículos era el tema preferido del otorrino. Desde su vasta experiencia, gustaba de dar consejos a su pequeña amiga para hacer de ella un médico de provecho. Siempre manteniendo intacta la postura. El pelo dividido por una raya inquebrantable como el horizonte. Las uñas recortadas con cuidado de escultor. La voz calma, con ese tono de profesor antiguo adquirido de sus largos años de trabajo en Siete Aguas. Ella se aplicaba junto a él para complacerle. Le tranquilizaba su silencio sólo interrumpido por el quejido de las hojas al pasar.
 Aquella tarde, el sol se condensaba en los cristales impúdicamente. Se arremangó ella las mangas dejando al descubierto los hombros morenos. Diminutas gotas de sudor perlaban el labio superior. Se secó con el dorso de la mano y continuó leyendo. El la contemplaba con detalle, recorriendo cada pliegue del rostro, cada rincón de piel dorada. Los ojos se despegaban del libro para contemplarla toda en valiente ejercicio de trapecista.
Llamaron una vez más al busca de él. Se excusó nervioso y desapareció por la puerta. Ella relajó la postura y continuó leyendo. Los minutos pasaron, y las horas. La tarde declinaba y un dulce cansancio la seducía.
De pronto, él entró y se sentó despacio. “Una otalgia”. Y retomó la lectura. Ella se incorporó y contempló su figura como de costumbre. El pelo dividido por una raya inquebrantable como el horizonte. Las uñas recortadas con cuidado de escultor… Y un diminuto vello, retorcido como el rabo de un puerco, pegado en la mejilla todavía encendida.  

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