La seductora tenía una belleza casual, como la pose de un desnudo para un estudio
fotográfico. Besaba cuellos y manos y frentes. Hallaba secretos ocultos en los hombres.
Y ellos buscaban el vientre blando para dormir.
¿Y qué hacía la seductora, junto a la inconsciencia del durmiente? Se miraba las manos
de venas tenues. Se palpaba los labios nacarados. Se acariciaba el rostro. ¡Temía
desaparecer un día consumida por las caricias, engullida por los besos, erosionada por el
roce constante del amor! Así, se embadurnaba con pomadas para cubrir las grietas que
iban asomando en la piel. Fabricaba cremas y aceites para mantener la uniformidad de
su existencia.
Pero la seductora se consumía debajo de los cuerpos. Desaparecía la epidermis,
desaparecía la dermis. No había ungüento que cubriera su mutilación. ¡Cómo explicar
el horror que tal estado anatómico le producía! Mas sus amantes ignoraban el hecho,
creyéndola intacta.
Se deshizo una mañana dejando huesos y anejos. La perplejidad de los hombres se
escuchó durante años.
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