lunes, 3 de enero de 2011

¿No querías un poeta?

Desde siempre quise un poeta a mi lado. Había tantas referencias en casa hacia la poesía que no podía por menos que asociarla a todos mis estados de ánimo: fueron las Elegías de Duino las que mi madre lanzó a mi padre tras descubrir que la última de sus amantes era su alumna menos aventajada. Laura, la de los colmillos torcidos. Había acudido en más de una ocasión a casa para que mi padre la ayudase con los presocráticos. La pobre no entendía como alguien que vivía en un barril podía desenvolverse con total normalidad. “Es un espacio demasiado reducido” argumentaba. Ella creía que el estoicismo consistía en someter a su cuerpo a la acupuntura de la depilación- láser, y en renunciar a los bocadillos de berenjenas rebozadas que mi madre le ofrecía durante las arduas tardes de reflexión.
¡Mi madre! La pobre. Había logrado labrarse su propio futuro ahorrando el dinero que obtenía encerando el suelo del antiguo Palacio de Justicia. Cuando construyeron otro más moderno con suelo de granito, mi madre se quedó sin trabajo, pero ya tenía suficiente para abrir su propia peluquería. Así, se apuntó a un cursillo a través de un anuncio de la radio que decía: Aún no es tarde para progresar en la vida, y acuciada por una inédita ambición, se hizo una experta en el manejo de cueros cabelludos. Al principio acudía como ayudante y observadora. Rápidamente aprendió a distinguir entre champú normal y champú multivitaminado (que además encarecía el servicio). Aprendió a utilizar las palabras pelo con brío, pelo manejable, pelo con tendencia al encrespamiento, y pelo cardado. Se servía de su imaginación para dar conversación a los clientes, e inventaba chismes sobre personas absolutamente inexistentes a las que ponía nombre y apellidos, y cuyas vidas enmarañaba como enmarañaba los cabellos en los rulos erizados.
Dado que el manejo de la tijera no se le daba demasiado bien y ella gustaba de sumergir sus manos en la argamasa filamentosa, se hizo una experta en la palpación de cueros cabelludos. Tanto es así, que se apuntó a clases de frenología.
Trataba de distinguir a algún asesino en serie entre los clientes, acariciando con el dedo índice el occipucio y calculando la distancia entre éste y el apex coronal. Luego lo dividía mentalmente entre dos. Hilvanaba sus pesquisas con fábulas asombrosas que dejaban boquiabierto a más de uno. “Rosalía Alcántara es la amante del alcalde”. “Arturo Zambrano es proxeneta y además, concejal”. Leía en las cabezas como en un mapa, repasando con delicadeza las cordilleras y valles que se dibujaban entre el hueso parietal y el temporal.  Inventaba futuros fastuosos para muchachas que se marchitaban bajo tintes y lociones. Acallaba los espíritus raudos y azuzaba las miradas lánguidas.
Tanto éxito obtuvo en sus narraciones, que sus compañeros la animaron a apuntarse a una clase de Narrativa, El arte de inventar.
Mi madre ya había ahorrado lo suficiente como para comprarse un modesto piso de 60 metros cuadrados en la avenida Laceración. Vestía faldas de lana merina y jerséis de cachemir. Y jamás sometió a su pelo a la corrosión de las tinturas.
“Tu pelo tiene brío”. Oyó que le decía el profesor una tarde en la que se analizó la figura del asno en Platero y yo. “Sí, lo sé” contestó ella. Desde entonces a mi madre le latía el corazón con fuerza cada vez que la mirada de su maestro la acariciaba de arriba abajo. ¡Y vaya si la acariciaba! Cuando los alumnos permanecían cabizbajos, sometidos sus cuellos a la tortura del estudio sin atril, el profesor – mi padre- ­acariciaba su nuca, de la que manaba un pelo brillante y sin encrespamiento, y se imaginaba hundiendo la nariz en aquellos juncos escogidos en la vena del oro. Pasaba luego al omóplato que se adivinaba a través de la tela transparente. Y mi madre iba sintiendo el recorrido de sus pupilas sobre su cuerpo: desde la nuca al omóplato. Como si una culebra infatigable se empeñara en recorrer el mundo de su espalda. Así una y otra vez durante los tres meses de verano. Finalmente, cuando el curso hubo finalizado, se obsequió al alumno capaz de hallar la palabra más representativa de la poesía de la generación beat, así como la palabra fuente lo era de la poesía del 27 –según sostenía mi padre. El concurso lo ganó Alejandra Schelmann, y la palabra que utilizó fue avituallamiento, por la evocación de la batalla librada en el interior previa a una dosis de heroína, y la sensación de plenitud espiritual que tenía lugar segundos después. Más tarde, Alejandra moriría ahogada en su propio vómito, encerrada en una sucursal del BBVA, junto a un pedazo de limón y a una cucharilla de postre.
Ese mismo día, mi madre no sentía demasiado dichosa. Había estudiado todas y cada una de las obras de Kerouak, buscando con ahínco la palabra exacta. Había recorrido la carretera entera de la mano de su autor. Había bebido litros y litros de cerveza para sentirse más próxima a su meta, pero nada. Mi padre la invitó a ir al cine para contentarla. Vieron una película de Jacques Tati y se besaron por primera vez. Mi padre iba enredando los mechones de pelo en su dedo mientras acariciaba la nuca vellosa. Se sentía feliz, al fin. Se sentían felices.

Pronto se mudaron al pisito de la calle Laceración porque mi padre era un simple becario y así no tenía que pagar el alquiler. Estaba finalizando una tesis doctoral titulada Andalucía en los poetas: el influjo de las altas temperaturas en el imaginario de Machado. Impartía clases en la facultad, además, dos veces a la semana. Así, la mayor parte del tiempo la pasaba en casa. Mi madre regresaba a mediodía de la peluquería y comían juntos. 

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