viernes, 31 de diciembre de 2010

Poseo el semblante del señor añoso que se sienta frente a mí en el autobús. Serio. Pero lo que diferencia mi seriedad de su seriedad es que, la mía, por proceder de un rostro joven y fresco, se tolera mejor que la suya. Se suele atribuir una felicidad constante a la juventud. Y esa amargura en los labios del señor del autobús la consideramos lógica por proceder de alguien que roza ya el final, o que se siente solo.
Mi amargura es la misma, en profundidad, que la del señor añoso, y no se esfuma cuando sonrío, a diferencia de la ligereza de su rostro cuando el señor añoso me ha sonreído, al final del trayecto.

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