miércoles, 19 de enero de 2011

Epistolario I


Me enamoré el mes pasado de un niño que me sedujo despacio despacio, rubio, de ojos azules, tan guapo que daba ganas de llorar el verlo. Tan espontáneo y refrescante y tanta alegría de vivir era el tenerle cerca, que sí, me enamoré como hacía tiempo no lo había estado. Y entonces comprendí que eso era lo que necesitaba, sumergirme en esa enfermedad para poder permanecer largo tiempo junto a alguien sin alcanzar el hartazgo. He cohabitado durante temporadas con hombres cuya presencia se ha tornado insoportable, y yo creía que era inevitable. Pero este niño-dios de presencia breve (el niño se rayó el día 7 de noviembre tras bellas palabras de amor y promesas de un futuro que estallaban en mis oídos de tanta felicidad, y bueno, me dejó, y yo dejé de esperarle, no hemos vuelto a saber nada el uno del otro) este niño-dios me elevó por entre los edificios, los árboles, las grúas, las antenas... y volé tan alto tan alto tan alto que la ostia ha sido mayúscula. Y bueno, ahora el enamoramiento que sigue habitando en mí necesita depositarse en algo, que no en alguien: trabajo, una falda, una peli, un libro... o mi jefe! Ahora estoy agotada de tanto amor que habita en mí sin un destinatario firme. Y su recuerdo me es tan doloroso que he pensado que sí, que se puede enloquecer de amor, o morir por amor. Y eso es lo que yo quiero. Morir de amor, o enloquecer de amor. 

Ahora ando jodida de la espalda. Yo creo que una somatización de tanta emoción no expresada (ni siquiera nos acostamos el niño dios y yo, era un amor de parque, de cogerse de la mano, de mirarse mucho mucho a los ojos claros). No puedo casi ni andar. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario