martes, 25 de enero de 2011

                                                  SEXUS VERSUS REALIDAD

Asistía con regularidad a la jam poética de los jueves por la noche. Hace años tenían lugar en un barrio mucho más alejado de mi casa. Empecé a asistir porque Gonzalo, mi compañero de trabajo, amenizaba las veladas con su grupo de música. Cantaba Rosa, en el grupo, y a mí se me ponía toda la carne de gallina al oír aquella voz. Pero cuando de verdad temblaba entera era en el turno de Hugo, el uruguayo. Hugo tenía la voz afónica y su canto estaba impregnado de una tristeza honda y tenue a un tiempo. Una vez compuso una canción a una amiga que se moría en Uruguay de cáncer de mama. Y él se moría también con cada acorde de la guitarra de Gonzalo. Su mirada se extraviaba, en ese momento. Yo lloraba por dentro.

Una noche, entre los participantes poetas, le vi. Tenía una cara limpia como de sábana recién tendida. El pelo rubio, los ojos azules. Mi madre dice nos atrae lo semejante. Su expresión era huidiza. Pero cuando leía sus poemas, todo su gesto inasible se tornaba certero, contundente. Sus versos eran incomprensibles para mí. Sólo podía mirarle, a lo lejos. Callaba y entonces era Rosa la que cantaba y entonces yo le miraba, desde el público. Trataba de inmovilizar su ausencia en mi mirada, y más de una vez lo conseguí.
Asistí con frecuencia a esas tertulias. Gonzalo sabía de mi pulsión hacia los rostros puros, y trató de presentármelo. En el vino de después, tras los saludos y las felicitaciones, Gonzalo se me acercaba y me susurraba: ahora te lo presento... Y yo le decía: no, por favor, no lo hagas, prefiero mirarle...

Años después, Hugo abrió un bar detrás de mi casa en el que se celebraban todo tipo de eventos culturales, entre ellos, la jam poética de los jueves.
No había ventilación en aquel bar porque Hugo no se podía permitir la instalación.
Acudían poetas primerizos de Valencia, algunos entrados en años. Y Gonzalo tocaba la guitarra y pinchaba música de los sesenta. Yo escuchaba aquellas voces, pero sólo la de Hugo me hacía estremecer.
Las paredes estaban cubiertas de los cuadros y dibujos de Hugo. También Gonzalo exponía sus pinturas.
Y al fondo, entre el humo condensado, estaba él, y nunca sabía si era causa o consecuencia de aquel humo.

Víctor era de Chile, y era quien organizaba las sesiones poéticas. También participaba. Estaba muy influido por el surrealismo suramericano, y otras tendencias que jamás comprendí del todo (dadaísmo, infrarrealismo, simbolismo). Leía a Huiodobro, a Nicanor Parra, a Pablo de la Rokha. Alababa cada noche a Lezama Lima y conmemoraba la muerte de Bolaño. Yo escuchaba todo aquello, embelesada, escéptica. Embelesada, escéptica... A mí me abrumaba tanto talento, y sobre todo, tanta pasión. Envidiaba aquella pasión. Yo carecía de pasión.
Una noche, acudieron varios oftalmólogos y cirujanos plásticos a tocar versiones de Elvis. Uno de ellos era el jefe del Hospital de M. Yo entonces tenía trabajo, pero nunca se sabe qué mano te dará de comer.
Estaba muy excitada. Entre los asistentes vi a un ex de mirada oscura y al marido de una compañera de trabajo con el que hablé de Arvo Paart una vez. Y me sentía inmensamente feliz.
Los poetas cantaron sus versos plagados de barroquismo, cuántas palabras sobraban en aquellos versos, dios mío. Las mujeres recitaban poemas sobre penes y el olor a semen, y se ponían lascivas como si sólo así pudieran captar la atención del público.
Yo miraba a mi ex. Miraba al marido de mi compañera. Miraba a Gonzalo, a Hugo, a Víctor. Y sobre todo, le miraba a él.

Alguien me proporcionaba todas la cervezas del mundo. Acudía a la barra y pedía más y más cerveza. Víctor. Era Víctor. Víctor me miraba desde el otro lado de la barra. Tras su discurso poético servía cañas con el mismo gesto de entrega con el que recitaba a Vallejo, como si ambos actos fueran el mismo. Víctor de mirada oscura, en quien apenas había reparado...
Finalmente le dije algo, a Víctor, no recuerdo qué.
Al poco tiempo nos dirigíamos a mi casa. Yo pensaba: qué coño haces, qué coño haces. Subió, entró derecho en mi cuarto, ojeó mis libros, te gusta Rilke, sólo veo libros de Rilke... Y me besó con furia contra la pared de mi habitación mientras me acariciaba las tetas por debajo de la camiseta, sorteando los aros del sujetador. Me desabrochó el sujetador, me subió la camiseta y besó mis pezones, sorbiéndolos como a cubitos de hielo en el fondo del cubata. Metió su mano por el pantalón y alcanzó mi pubis, entreabrió los labios de mi sexo, tan resbaladizos, y calientes, y oscuros. Me retorcí entera, busqué su erección y allí estaba, tan certera como todos sus actos. Le bajé el pantalón, me metí su pene en la boca, succioné, me daba miedo hacerle daño...
El me masturbó en la cama, yo abría mucho las piernas. Yo trataba de alcanzar su pene duro pero no podía concentrarme más que en mí.
Y lo que intentaba era imaginarle a él entre mis muslos; imaginar que era su lengua la que invadía mi introito, y sus dedos los que me acariciaban. Cerraba los ojos y casi casi era su pelo rubio el que poblaba el hueco de mi vientre... Pero al abrirlos, estaba Víctor, tan moreno, tan chileno.
Follamos toda la noche, con fuerza. Al terminar hablábamos de poesía y al cabo, nos volvíamos a excitar.
Por la mañana, me penetró en la ducha, y en el desayuno metió su mano bajo el albornoz y follamos en el sofá, con los minutos corriendo deprisa y yo que llegaba tarde al hospital...

Ahora sí era él, Víctor, de piel morena. El poeta. El barman. El de los besos certeros.
Pero Víctor... pues nunca me gustó más allá de aquella noche...

Todavía acudo a las tertulias de los jueves, y entre el humo está Víctor, y Hugo, y Gonzalo.

Y está él.

Ya he conseguido hablarle. Tiene los dientes manchados de tanto fumar y cobra el subsidio del paro. Creo que sale con Pepa, una de las poetas lascivas.

Su rostro sigue siendo limpio como una sábana recién tendida.

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