jueves, 1 de diciembre de 2011

DE BISUTERIA

Hay días en que es mejor no osar levantarse de la cama. Despellejar la idea. Desprenderse del instinto de supervivencia que nos impulsa acudir a trabajar para "tener así algo que hacer; algo, sí, valioso y cuantificable, compensatorio, moralizante y moralizador, (des-) moralizante".
Pero existen tantos imperativos, ah, los imperativos, ésos... He cargado con el cuerpo des-alado y grávido, con el cuerpo que arrastraba a un metro tras de mí, reptante como una sombra. Serpenteante.
Ay, el desayuno, la radio del desayuno, las noticias y el café, el bocadillito de marras para no sucumbir a los desmayos por la inanición a la que nos aboca la intelectualidad más pura... Qué desnutridos quedamos cuando ascendemos del pensamiento profundo, ay, cadáveres quedamos, a las once, qué hambre desaforada , y el bocadillito que me nutra, me nutra...
Ay la ovación inicial de las ocho y media, los laudes, los oropeles. Ay la salvación, la salvación, la mano en la frente, la bendición, ¡la cura del ojo! La mistificación. La megalomanía, la megalomanía.
Pero ay la espera, la mirada despiadada, la lengua como látigo que me empapa, y las cenizas, las cenizas.
Ay la bicicleta que arrastrara mi cuerpo desnaturalizado, desmitificado. El regreso, la casa fría, las amigas. Me caldean la estancia con su aliento. La casa fría...
Ay el regreso al quehacer, a la imposición de manos sobre las miradas inhabilitadas, al resquebrajamiento de la forma, la masa, el volumen. Ay el sentirse desdichado, ay el joderle la vista al anciano, ay ay ay. Ay los reproches, ay el cansancio vencido por el miedo al fin, ay las fuerzas que me invaden por el miedo que ha vencido al cansancio para regresar a casa en la bicicleta con el lastre del cuerpo que pesa más que nunca, y la mente desvaída, no la quiero, así tan sucia, tan de harapos, no la quiero; quiero el lujo y el oro.
Me quiero de oro.
Ay la casa fría, la cena escasa. Ay la mente tambaleante, ay. Me siento, ya me siento, las piernas duelen, el cerebro aprieta. El miedo, la culpa. La posibilidad del error. La imposibilidad del no-error. ¡Ay las manos! Si se las mirara pareciera que tuvieran vida propia. ¡Ay mis manos! Fueron ellas, no yo. Me despojo de la culpa y el perdón. Fueron ellas, se movían, cómo se movían, aleteando sin sigilo sobre la mirada del pobre viejo, y la grieta en el volumen y en la forma de su ojo que no es ojo, ya, si no D-E-S-P-O-J-O.
Hay días en los que es un error el levantarse, siquiera, de la cama. Hubiera permanecido echada, mirando a la ventana, escuchando el goteo interminable del váter. Hubiera buscado la postura eterna. Hubiera habitado en mi cama durante todo el día, alimentándome de mi saliva, tragando la saliva sin ejercitar la mandíbula para nutrirme. Mi cama es mi reino. Y fuera de ella estoy en el exilio.
¿Y mañana? No se sabe, quién lo sabe.
Yo quiero aventuras trepidantes, yo quiero pasear por calles que me lleven a un recodo que desconozco. Yo quiero un cuerpo alado y la piel dorada. Entonces resplandecería y cegaría a todos cuantos me mirasen y yo sería la luz.
Y sin embargo, me oscurezco. Oscurece. Está oscuro.
Y hace frío.