miércoles, 23 de febrero de 2011

RESISTENCIA

Visto lo visto, así como el ojo como entidad anatómica resiste los manoseos de los jóvenes inexpertos (resiste colapsos, resiste pinchazos, y tensiones altas y tensiones bajas) y el ojo sigue adelante con su forma de ojo y su agudeza visual más o menos decente, que digo yo para qué querrán ver más esos pobres viejos que ya lo saben todo y todo lo han vivido. Si el ojo sobrevive, a lo mejor mi cuerpo también sobrevive al embiste de algún coche, hoy, en la autopista...
Ah la vejez, la vejez, qué incómoda es... Qué ralentizado va el cuerpo, qué difícil lograr aunar nuestros conceptos y los suyos en un mismo concepto, discutible y común. Qué aislamiento, si la vista decrece, y el oído decrece. Seres temerosos que andan a tientas en su mundo lento lento lento que no lograremos comprender jamás. Y esos alientos de viejo que nos tiran a la nariz cuando nos acercamos demasiado a ellos, ¿por qué huele así el aliento de los viejos?
Mi voz galopaba atroz por mi laringe dañada para hacerme entender, pero ellos se quedaron en sus vidas lentas y yo ya no sé ni cómo dirigirme a ellos, los viejos pacientes que me envuelven, a diario, y a los que trato de apreciar... Trato de apreciar... Dificilmente puede apreciarse la vejez ajena.
Ya ando acojonada pensando en el trayecto que me espera de una hora y cuarto con el coche... Imágenes sobrecogedoras se agolpan en mi mente. ¿Y si no llego viva? ¿Y si resulta que es hoy el último día de mi vida? Trataré de no pensarlo...

martes, 22 de febrero de 2011

PONIENTE

Esta mañana he perdido el autobús de las 7.30 que me lleva al Hospital de D. Como me alojo en D. los lunes y los martes, alejando de mí ese sentimiento de culpa al que me lleva mi propia existencia y que se ensancha cuando circulo en mi vehículo, puedo subir hasta el hospital en autobús. Pero he perdido el de las 7.30. Entonces he buscado un bar, para pasar la hora restante hasta el siguiente autobús, y en mi periplo por las calles de D. he atisbado el mar, a lo lejos, tan cerca de una. Soplaba un viento cálido de poniente, y el sol era rojo y limpio, sin ese velo que la humedad produce sobre el sol y los colores en general en D. El poniente es ausencia de humedad, y de pronto se alcanza una nitidez insospechada alrededor. Los colores son puros; el pelo se me alisa sin necesidad de secador, con el poniente, y mis ansias de ver el mar se acrecentaron a la vez que decrecía la luna llena que ya no es llena porque se vacía cada día. El callejón en el que me encontraba estaba oscuro y algunas estrellas persistían, por ahí. Pero el sol me atrajo y he paseado durante una hora frente al mar, alborotador -le alborotaba a una de lo encrespado que se mostraba, de nuevo, por el viento de poniente-.
Hoy al fin se ha cerrado la herida en la córnea del señor A. que yo misma le ocasioné al quemarle la incisión por una potencia demasiado elevada de los ultrasonidos. Hoy al fin, tras un mes de idas y venidas y de una gran descofianza manifiesta, el paciente se halla por fin, estable. Ningún humor chorreaba de la herida como riachuelo escapado del río que le diera origen. Su desconfianza ha persistido pero esta vez el señor me ha sonreído.
(Algunos otros, orondos como obleas, con sus pieles escamadas de pez, me rozaban las rodillas sin querer mientras los examinaba en la lámpara diminuta para sus enormidades. Yo me he sobresaltado, nerviosa y aterida como un animal moribundo).

lunes, 21 de febrero de 2011

COMPLEJO

La gente que se siente culpable por existir no debería, pues, existir. Uno anda con la idea de que debe ir pidiendo perdón por todo cuanto decide llevar a cabo. Y esto se pone más en evidencia en la carretera. Ahora que trabajo en el Hospital de D. me veo obligada a conducir la nada desdeñable cifra de 100 km desde la puerta de mi casa hasta el párking (no gratuito) del hospital, cada lunes y cada miércoles y cada jueves. Este recorrido me lleva una hora y cuarto, aproximadamente. Y durante todo el trayecto de hoy, en que iba escuchando a Placebo una y otra vez por miedo a quitar la vista de la carretera si me atrevía a cambiar de CD, durante todo el trayecto, digo, me atenazaba un sentimiento de insignificancia, de vergüenza por el bulto que era yo en la carretera, por la existencia que era yo junto al resto de conductores. Jamás había conducido antes, ni había osado ocupar el asiento del conductor. Y aún ahora se me olvida guardarme la llave, MI llave, en mi bolso, por aquello de que me pertenece y tal. Como sujeto pasivo que tiendo a ser, la ejecución de un acto tan arriesgado como el de navegar por el asfalto durante una hora y cuarto, con todos esos coches que me amenazan y que sé que piensan que yo no tengo derecho a circular junto a ellos, resulta cuanto menos, grotesca. Iba encogida durante todo el recorrido, con los ojos pequeñitos cuando el sol de poniente ha comenzado a asomar frente a mí. Y busqué a tientas mis gafas de sol mientras aminoraba la velocidad, y los coches de detrás se impacientaban y los imagianaba insúltándome en sus vehículos con Maria Callas en el MP4., ejecutivos importantes que no deben llegar tarde, seres de espíritu sensibilísimo a los que he arrancado la furia y el odio, cómo he sido capaz, yo, dios mío. Tiendo a creer que mi labor es menos importante que cualquier otra labor del mundo, y que mi coche es más abultado e hipertrofiado e imperfecto en la carretera que cualquier coche del mundo, y que el puesto que he ocupado en el párking del hospital debería haber ido destinado al mercedes que me sucedía, sibilino, como una serpiente venenosa. La gente con sentimiento de culpa no debería conducir, ni hablar, ni reír, ni ocupar su trozo de espacio porque siempre cree que ese trozo de espacio puede ir destinado a cualquier otra cosa (una carretilla con ladrillos, por ejemplo).

Menos mal que he descendido de mi vehículo y entonces, mi existencia ha vuelto a cobrar algo de sentido.

sábado, 19 de febrero de 2011

TERRORISMO

No entiendo para qué sirve trabajar. Trabajar aliena cuerpo y mente, como se decía antes, palabra referida a las dictaduras comunistas y que me recuerda al libro de Orwell. Trabajar te mata poco a poco. No sólo te priva de tu tiempo libre para NO HACER ABSOLUTAMENTE NADA, sino que, aun cuando una logra recoger escasas migajas de tiempo, está una tan agotada, tan jodida, tan arrepentida por ciertos actos cometidos en quirófano, por cierto desdén que mana de dentro de una hacia una misma pero que escupe a bocajarro sobre las arrugas de los pacientes que tanto la impacientan, está una tan asfixiada por un sentimiento de culpabilidad fruto de sus andares aniñados y de su infantilismo enervante (que se desvanezca lo infantil en ella, que no balbucee sus inseguridades cuando está labrando mejorías sobre los ojos de los viejos, por dios; que deje de farfullar improperios a través de la mascarilla, que los viejos también oyen; cállate, niña tonta, cállate, inmoral, qué clase de médico de mierda eres tú; no tienes la educación de la discreción; no sabes mascullar una palabra de alivio tras una cirugía trabajosa en la que la puta lente intraocular se quedó a medio camino de su posición efectiva; y el paciente, aunque francés, no es gilipollas. ¿O crees que no percibía tu miedo, tu terror, en tu voz entrecortada y en tu crispación para con las enfermeras de voz chirriante que hacían que te chirriara el bisturí en la mano?) No se trata de hacer papiroflexia y de que se te resista la puta pajarita de papel y el sapo de papel que salta cuando lo aprieta uno por detrás. No. Se trata de personas, que se te olvida siempre. Tanta esterilidad, tanto campo quirúrgico reducido a un ojo que asoma sin conexión alguna con el resto del cuerpo de la persona que subyace, horizontal y aterrada... ¿No sabes aliviar, no sabes depositar tus manos sobre esas cabezas que si las tocas sí tienen su forma de cabeza aunque parezca que no porque no las ves con tanto paño estéril impoluto y azulado? ¿No sabes desenterrar lo humano que habita ahí debajo? ¿Por qué no te tragas todas tus palabras malsonantes y te dedicas a vender flores de bar en bar si de despreciar a la gente se trata? Compre rosa. No. Pues que te jodan. Desprecio. ¿De dónde sale, de dónde? ¿Del miedo, del miedo? ¿Quién te enseñó el puto miedo, quién? ¿Por qué no eres valiente, confiada, y ejecutas tus actos limpiamente, que para eso te has formado durante putos años de mierda de formación continuada de mierda? Cállate, cállate ya que me das tristeza, me dan tristeza los pacientes que te oyen proferir tus amarguras de niña amargada y trágica. Que no todo es tragedia, que no y que no y que no. Déjate los valium o déjate la medicina. Pero trata de ser feliz y de hacer felices a los demás. Deberían, a veces, castigarte por infundir más miedo del que tienen ya los pobres viejos. Médica del terror. Ay...

viernes, 18 de febrero de 2011

"¿Puede entrar mi señora?"


-“¿Puede entrar mi señora?”. Su señora, querido amigo, supondría un elemento hostil en este espacio aséptico, como un quejido de placer proferido desde el alma del asceta.
Y el demente se revuelve bajo el paño estéril. La cirujana suspira con afectación de actriz, y prosigue. Disección conjuntival con tijeras romas. Cauterización de la superficie escleral. Incisión con bisturí de 30. Yo la sigo en sus pasos con sumo cuidado. Voy limpiando los restos de sangre con la hemosteta para permitir la correcta visualización del campo quirúrgico en todo momento. Tras su mano sigue la mía de movimientos torpes. “¡Suero!”. He de irrigar la córnea que permanece ajena y reseca, orientada hacia El Hades por el hilo de seda que, a modo de polea, suprime su voluntad. ¿En qué se transforman las miradas de los ojos que no son ojos sino marionetas construidas con  hilos de seda? El paño recubre toda la cabeza del demente dejando al descubierto El Ojo. La cirujana ha atrapado el músculo recto superior con un hilo de seda de cinco ceros de grosor y ha tirado de él hacia arriba, provocando la obscena posición de la córnea, que  muestra su expresión de expiación por pecado jamás cometido.
Y el párpado que no la recubre le otorga un inusitado sentimiento de vergüenza ante la desnudez concedida. El párpado está atrapado en un cepo que suprime su voluntad de parpadear. Pobre ojo, desnudo y arrepentido. Si se lo mirase desde abajo diríase que es asombro lo que lo envuelve. O algunos pensarían que el pánico invade su desorbitado espacio. Mirada desorbitada desde abajo, aflicción impuesta desde arriba.
“¿Puede entrar mi señora?”. La cirujana detiene su actividad precisa. “¿Qué le sucede, señor?” En brusco ademán deja el bisturí sobre la mesa y su voz también es brusca. Se escucha un balbuceo. “No puedo respirar”. La expresión de tal estado de angustia la irrita todavía más. ”Sí que puede respirar”. Y prosigue su tarea. Disección del colgajo escleral hasta el limbo corneal.  De nuevo cauterización. El lecho blanco parece una cama de sábanas recién cambiadas. Un espacio que invitara a la creación. Pero no hay posibilidad de creación, los pasos han sido perfectamente aprendidos, laboriosamente practicados durante lustros, automáticamente reproducidos durante décadas. No existe la osadía de modificar la trayectoria impartida por los predecesores sabios. La mano del cirujano es la del ensamblador de piezas en la cadena de una fábrica. No hay nada que temer.
El demente se revuelve, gimiendo. “No puedo respirar”. La auxiliar de voz dulce se aproxima y le dice que no se mueva. “Es que no puedo respirar”. 
Yo sólo quiero liberar al demente de mirada afligida. “Le haremos un agujero en el paño para que pueda respirar”. La cirujana ha detenido de nuevo su actividad y resopla desde su trono. Yo irrigo la córnea.
“Quiero que entre mi señora, si ella entrara…” No podemos concederle su deseo, querido amigo demenciado por el pánico que le hemos impuesto a su ojo si se le mirase desde abajo.
El anestesista mira por encima de sus gafas de cerca. No tiene intención de participar en la escena. Ni siquiera parece irritado por haber sido interrumpido en su lectura. Tan sólo mira, ausente.
La cirujana pretende acabar su tarea. Aún queda la aplicación de mitomicina a concentración de 0,02 %, realizar la trabeculectomía y cerrar.  Pide a los asistentes que comuniquen al anestesista si acaso pudiera hacer algo…
“De acuerdo, 5 mg de midazolan, así se tranquilizará, compañero”. Empiezo a inquietarme, pero la esterilidad envolvente me impide dar muestras de mi estado porque he de tener cuidado de no contaminarme con lo ajeno. Me irrita la utilización de la palabra “compañero”, ese ademán de cercanía resulta grotesco y acrecenta aún más la soledad del demente que gime desde su estática postura. Indefenso ser en la oscuridad de lo prohibido. Indefenso ser que yace bajo el paño estéril. Acaso lo único certero que en esa palabra haya sea nuestra común incapacidad de mostrar los funestos sentimientos por el miedo a contaminarnos con lo ajeno. Pero él yace en lo prohibido, en el mundo contaminado, bajo pliegues de verde impoluto, y yo me hallo en el lado de la pureza, sudando bajo mi túnica. La reina suspira en su trono mientras el enfermero sigue las instrucciones del anestesista e induce el dulce sueño.
Empapa la cirujana reina el lecho escleral con mitomicina a la concentración de 0,02 % durante sólo unos segundos. Luego yo irrigo con abundante suero fisiológico para no prolongar el efecto antimitótico que sería destructivo a la larga. “¿Puede entrar mi señora?”. “¡Pero qué significa esto!” Con el bisturí alzado por la interrupción diríase que  se dispone a batirse en duelo. “¡Qué significa esto, no comprende que no puede moverse ni hablar, que no nos está dejando hacer nuestro trabajo!” “¡Pero es que yo ya no quiero que me operen, lo único que quiero es salir de aquí, no lo soporto más!” Mucho me temo, mi querido demente, que eso debiera haberlo pensado antes. Su ojo ya ha sido mancillado y el daño tan sólo puede reparase con unos minutos de paciencia. “¿No me oyen? ¡Quiero salir de aquí, quiero que entre mi señora!” Ahora sus movimientos muestran la vehemencia del que lucha por un noble ideal. Se contorsiona en movimientos que adivinamos por los pliegues que surcan el paño como carreteras y canales y ríos… El demente se contorsiona ante mi mirada atónita. Trago saliva y sólo se oye el roce de su cuerpo contra el paño verde. Pobre larva que aún no debe abandonar la crisálida. “¡Esto es intolerable! ¡Debían haberme advertido de esto!” compungida la cirujana desde su trono. Tras su voz atronadora se escucha un golpe seco. “¡A ver si así se está quieto!” Primera estocada, touché. Pero los nudillos han sustituido el florete y la frente, el pecho. Escucho risitas entre el público. La saliva inunda mi boca y trago una y otra vez. ¡Resiste, compañero de lo prohibido! Durante unos instantes el paciente yace inmóvil.  El anestesista sonríe. “Compañero, no crea que esto es maltrato, tan sólo queremos que se esté quieto”. El enfermero ríe de felicidad con chillidos agudos. “¡No se rían de un pobre viejo!”. La auxiliar se compadece. “Caballero, tiene que dejar terminar a la cirujana, tranquilícese”. Algo se recompone en mi interior.
“¡Dejadle en paz, menudo numerito está montando, y esa obsesión por su señora, jamás entendí esa dependencia hacia el cónyuge de algunas personas!”. Yo me revuelvo en mi silla. “Ya lo ha oído, compañero, no es usted un hombre de verdad”. De nuevo los agudos chillidos del enfermero. “No se enfaden conmigo, yo sólo quiero irme…” Segunda estocada de nudillos sobre la testa. “¿Aún no ha aprendido a estarse quieto, o qué? ¡Habrase visto cosa semejante! Perdiendo mi tiempo por este viejo que no para de llorar… ¡Agradecido debería de estar por operarle, señor, menudo numerito!”.
Quiero desaparecer de la escena. Liberar al bufón y correr. Miro de reojo a la cirujana. Remolinos de arrugas se aúnan en una sola línea, dando origen a los rasgos de notable sobriedad. Frente altiva y verbo belicoso. Pero noble ejercicio al que ha consagrado su existencia con una pasión que aún percibo en el aletear sigiloso sobre los ojos de los seres que precisan su arte. Seguidora de las últimas tendencias en moda y literatura.  Suficientemente satisfecha de su matrimonio con Don Fermín. Tiene la mirada huidiza de quien ha sido expuesta a la opinión pública. Pero su esbelto cuello la  elevó sobre  los ecos de calumnias que se cernieron sobre ella cuando fue nombrada Cirujana Jefa. Detesta la insolencia y la manifestación de los estados internos. Pero lo que más detesta es la descortesía del demente frente a su arte. Noto las gotas de sudor cayendo por mi espalda. Hace mucho calor aquí dentro.
De pronto, el paciente ya no gime. Su lucha le ha agotado y reposa bajo el paño estéril. ¡Reflexiona, amigo, sobre el fracaso de tu obra! La cirujana reina detiene su actividad. Un silencio espeso se cierne como la noche. Sin terminar la trabeculectomía, cierra las heridas impuestas. ¿Acaso he visto cómo le temblaba la mano mientras suturaba la esclera? ¡Si tan sólo pudiera ver su boca, que imagino contraída en arrugas de perdón! Pero su cara es una sonrisa quieta tras la mascarilla.
El enfermero suspira y el anestesista retoma su lectura, “Efectos el propofol sobre la memoria inmediata”.
La cirujana se alza del trono y abandona la sala.
Bajo el paño estéril la masa profiere un bostezo. “¿Puede entrar mi señora?”


LA SEDUCTORA

La seductora tenía una belleza casual, como la pose de un desnudo para un estudio

fotográfico. Besaba cuellos y manos y frentes. Hallaba secretos ocultos en los hombres.

Y ellos buscaban el vientre blando para dormir.

¿Y qué hacía la seductora, junto a la inconsciencia del durmiente? Se miraba las manos

de venas tenues. Se palpaba los labios nacarados. Se acariciaba el rostro. ¡Temía

desaparecer un día consumida por las caricias, engullida por los besos, erosionada por el

roce constante del amor! Así, se embadurnaba con  pomadas para cubrir las grietas que

iban asomando en la piel. Fabricaba cremas y aceites para mantener la uniformidad de

su existencia.

Pero la seductora se consumía debajo de los cuerpos. Desaparecía la epidermis,

desaparecía la dermis. No había ungüento que cubriera su mutilación. ¡Cómo explicar

el horror que tal estado anatómico le producía! Mas sus amantes ignoraban el hecho,

creyéndola intacta.
 
Se deshizo una mañana dejando huesos y anejos. La perplejidad de los hombres se

escuchó durante años. 

miércoles, 16 de febrero de 2011

HOMENAJE

Generalmente, suelo obsesionarme durante ciertas temporadas de mi vida con autores concretos, muy acorde las unas con los otros: de adolescente pasé muchas noches en mi cama junto a Thomas Bernhard. Leí sus libros, su biografía, su correspondencia. Su escritura no era más que la aliteración de una amargura latente, por lo repetitiva y monótona. Bernhard componía sinfonías literarias, o al revés, novelas sinfónicas, pues partiendo de amplios conocimientos musicales sabía cómo emplear las palabras, unas pocas, que repetidas infinitamente, daban a sus libros un ritmo y una cadencia hipnotizantes (palabras como ANIQUILAMIENTO o INIMAGINABLE resuenan aún en mi cabeza). Bernhard el neurótico, el histriónico, el contradictorio. Era yo, de adolescente.
Más tarde caí en las redes de D. H. Lawrence. No podía comprender cómo un autor masculino, tan sensibilizada estaba yo con la causa feminista, pudiera ser capaz de crear personajes femeninos con tanta precisión.. Aquellos pensamientos que describía Lawrence tan arraigados en mentes esencialmente femeninas, aquellas pasiones atormentadas que hacían agitar pechos, arrancar gemidos, sacudir muslos y nalgas... Era yo, en mi sexualidad tardíamente descubierta.
Y en esta etapa de mi vida, siempre dura, como las anteriores, aunque tal vez más dulcificada por experiencias previas, es ahora cuando descubro a Rilke. En el Rilke que describe Todorov, encuentro mi vocación frustrada de escritora y mi voluntad descubierta de renunciar a la medicina. Alguien me persuade de lo contrario. En el Rilke de Antonio Pau encuentro la vida de un poeta que a los 50 años murió de leucemia y que vivió transitando entre la soledad que le arropara para su labor creativa, misión que le había sido encomendada, y la necesidad de afecto que nunca vio cubierta. Los NUNCAS y los SIEMPRES pertenecen a los neuróticos. En estas páginas he encontrado multitud de fragmentos autobiográficos del poeta dirigidos a sus fieles destinatarios con los que toda la vida mantuvo una correspondencia, y en estos fragmentos me hallo de nuevo tan reflejada. Por eso me ha impresionado a mí.

En Cartas a un joven poeta, Rilke contesta a su destinario: "Entre en sí mismo. Investigue el motivo que lo impulsa a escribir; compruebe si extiende sus raíces hasta el rincón más hondo de su corazón, y dígase sinceramente a sí mismo si moriría en caso de que le estuviera vedado escribir. Sobre todo pregúntese en la hora más serena de la noche: "¿Tengo que escribir?". Escarbe en su interior hasta encontrar una respuesta profunda. Y si ésta es afirmativa (...) no dude en plantearse su vida en razón de esa necesidad, porque en ese caso su vida habrá de ser, hasta en su hora más indiferente y nimia, manifestación y testimonio de esa necesidad".

Sin embargo, en los últimas días de su vida, dice a una joven doctora en derecho que duda de la compatibilidad de la labor jurídica y la literaria: " Me parece adecuado el absoluto contraste entre sus dos ocupaciones; porque cuanto más distinto sea lo intelectual, lo intencionado, lo voluntario, tanto más protege lo que viene de la inspiración, lo que sobreviene de modo impredecible, lo asombroso que llega desde las profundidades. Sin embargo, cuando las dos ocupaciones, la que es artística y la que no lo es, están relativamente próximas, se producen las influencias más nefastas".  Las palabras de Antonio Pau son mi perplejidad descrita: "Resulta llamativo, en este Rilke tardío, un cierto decaimiento interior, un cierto abandono de posiciones que mantuvo firmemente a lo largo de su vida".

¿Contradictorio?

domingo, 13 de febrero de 2011

UN HOMBRE CAMINABA SOLO

¡La primavera ya ha llegado! Puedo ver cómo crece. Una vez me quité el jersey y el abrigo, y los entregué a los abismos. Pero ahora me quito la camisa porque ya no me sirve para nada. Ahora mis brazos están desnudos y los entrego a los rayos venenosos. Y más tarde me quitaré también los pantalones y serán mis piernas blancas las que se entregarán a la caricia de los rayos, dejándose arrullar por lo dañino, creyéndose seguras en la calidez imperiosa.

Ya mis antebrazos están morenos. Ayer, sábado, crucé la ciudad entera con mi bicicleta, junto a mi hermana Kika, y ví cosas muy hermosas: ví gente paseando, adolescentes con la camiseta arremangada hasta el esternón -adolescentes de cintura breve- que refunfuñaban de la mano de sus padres; ví familias enteras creciendo en una sola forma nueva, una maraña de huesos, grasa, vísceras y cabellos que se agitaban al unísono;  todos eran partícipes de aquel movimiento, ejecutándolo de forma exacta para hacer avanzar el organismo nuevo que eran ellos mismos en un solo acto universal y necesario.
Recorrimos las avenidas más largas de la ciudad, y se hacían tan cortas a nuestros pasos. La imagen venidera se ensanchaba en nuestros ojos con la rapidez de un rayo, y esas imágenes hipertrofiadas nos hacían despertar de nuestro ensimismamiento. El sonido de la rueda en el asfalto era el latido de nuestro corazón, que se había convertido en una sola sístole prolongada y monocorde.

Recorrimos las costillas del puente nuevo, y toda esa empalizada se transformaba en una nueva imagen recogida en si misma –imagen de mástil solitario- durante una ráfaga de segundo, para luego volver a desplegar su lomo de acordeón tras el pedaleo fugaz. Esquivamos transeúntes de cintura breve y carne color arena. Ni siquiera había llegado, aún, el tiempo del jadeo.

¡Sí! Recorrimos la ciudad. Avanzábamos verticales, nos erguíamos sobre nuestras bicicletas para sentir el mundo en nuestra frente. Nos hacíamos más altas, nos alargábamos.

Teníamos que subir un puente del color de las semillas rojas. Ascendimos por el óxido, mientras el suelo temblaba y nos sacudía.

Había que cruzar otro puente sobre la desembocadura del río. El río iba a vomitar todo su lodo justo en ese lugar inimaginable. Nosotras atravesamos la desembocadura del río y vimos más cosas. Vimos a hombres que pescaban justo en la desembocadura del río.
Tres hombres de camisa abierta, que entregaban su cuerpo al arrullo de los rayos. Hombres de barrigas redondas como el mundo, hinchadas, unas barrigas que se abombaban mientras pescaban. Tenían unas sillas de plástico blanco pero ellos permanecían de pie, escarbando en el lodazal con sus cañas.

Entonces llegó el tiempo del mar. ¡El mar! Vimos el mar tatuado con imágenes de grúas que se alzaban en el cielo como dinosaurios. Ese era el mar del puerto. En sus tatuajes se dibujaban grandes grúas, y podíamos ver vértebras de hierro que se abrazaban unas a otras para darles su forma de grúa.
Allí habitaban familias enteras que avanzaban al unísono en la nueva forma creada que eran ellas mismas. Nosotras esquivábamos a las masas orgánicas. La playa espolvoreada de niños de colores. – Se me olvidó hablar de los colores- Los colores eran impuros, tamizados por una nube blanca que cubría el cielo. 

Nosotras corríamos junto a esa playa cubierta de sombrillas. Cubierta de una gran carpa de circo de cien colores.

Entonces nos desviamos por un camino que se introducía entre unos matorrales polvorientos. ¿Y qué logré ver allí? Ví un hombre que caminaba solo. Tenía una camisa blanca y no se había entregado al acto de arremolinar las mangas en torno a sus codos. Porque el hombre que ví allí no podía pensar en el sol que mancillaba su rostro. Ni podía pensar en nada. Su rostro estaba atenazado por una mancha, una gran mancha que cubría su rostro de abajo hacia arriba. La piel morena se abría para expulsar el calor. Pero a él no le importaba el calor. El cabello oscuro permanecía olvidado en lo alto. El hombre que yo ví tenía un papel en la mano. Lo arrugaba entre los dedos mientras la mancha de su rostro avanzaba de abajo hacia arriba hasta cubrirlo por completo. Ví cómo la gran bola de la garganta se agitaba como una oruga en su cuello. No me salpicó la angustia del hombre que yo vi y pudimos continuar con nuestro viaje.

Cuando tuvimos que avanzar hacia la autovía ya el mar no estaba.








EMBARAZO

 Cernuda y Lorca se hallaban desparramados en orgiástica postura sobre la mesa, junto a las obras completas de Machado; Alberti y Neruda habían caído al suelo hacía tiempo, y la afanosa mano del estudioso nunca alcanzó a recogerlos; Juan Ramón Jiménez reposaba sobre una balda de ladrillos junto a Rilke, tal vez por azar o por evidente analogía; y en otras localizaciones Mallarmé corría parejo a Celan aunque los separase un siglo de por medio; y también Nicanor Parra, y Huidobro, y la Pizarnik; y Virgilio, y Dante, y los griegos… Conformaban todos ellos una nube tardía de algazara. Mi madre reposaba la cabeza en sus cubiertas, y podía oír el rumor de los versos como un río crecido que la salpicara. Mientras, yo crecía dentro de ella, despacio, y podía oír también las voces de los poetas hablándome en sus diferentes lenguas…

jueves, 10 de febrero de 2011

Siento tanto cansancio que creo que a esto se parece la muerte. Una señora menuda, de gafas antiguas que sobresalían a ambos lados de su cara me conmovió en lo más hondo... Yo no quiero que me conmuevan porque, en principio, soy inamovible. La señora me miró cuando yo grité su nombre. Me miró con un cállate en sus ojos. Plantada delante de mí, tuve que bajar la vista y me sentí recriminada ante su silencio y su furia. Pero no era furia... Era observación atenta. Ella me habló largo rato, yo le preguntaba y ella me hablaba. Me dijo que era viuda, que vivía debajo del piso de su hermana. Y que su hijo estaba en paro, tan mañoso con los ordenadores, decía, pero nunca quiso estudiar. Ella le animó a estudiar pero él se negó. Ella leía mucho, me dijo, novela policíaca y también clásicos. Y veía la tele. Pero últimamente, ni novelas ni tele. Dijo que no le importaría morirse ya. Lo dijo sin ansias, sin rubor. Y yo admiro a quien habla así. Porque la muerte es lo más terrible que uno pueda imaginar, y la señora menuda dijo que no le importaría morirse. Su marido había muerto, y ella estuvo muy deprimida. Ahora, tras la depresión, decidió que había que morirse ya.
Envidió mi habilidad con el sistema informático del Hospital de D. No es habilidad, tan sólo apariencia, pensé. La insté a matricularse en un curso de informática, sé lo terrible que es la admiración no resuelta. Dijo que ella sólo quería estar en su sillón. Descansar. De la vida. Y morirse ya.

Si fuera joven... añadió. Entonces sí querría vivir. Añadió.

Juventud, juventud, maldita enfermedad. Maldita juventud, se nos enseña a creernos inmortales, estamos enfermos de inmortalidad. Se nos otorga el vigor necesario para hacer cosas y más cosas y más y más cosas que hay que acabar para luego empezar nuevas cosas que van trazando la vida que se gasta mientras hacemos cosas, engañados de juventud.

Yo también quiero sentarme en mi sillón y esperar a la muerte sin hacer nada.

miércoles, 9 de febrero de 2011

cansancio, cansancio puebla mis articulaciones
Siempre hay un señor o señora, que frecuenta con asiduidad la cafetería de los hospitales. En el Hospital de D. también lo hay. Es un señor anciano, de ingrávida sonrisa que contrasta con los apéndices de postura descendente: los párpados colgantes, los carrillos colgantes... Como si el suelo se empeñara en poseerlo cuanto antes, preludio de su fin inminente. Pero su sonrisa... Ah, ésa permanece en el rostro y lo cubre de una ligereza que consigue minimizar la fealdad de su prognatismo no tratado.
El anciano acude diligente a las ocho en punto, hora a la que abren la cafetería. Y a las ocho y dos minutos pide su café descafeinado de máquina y un croissant para llevar. Lo imagino portando la ofrenda bajo el jerséi, oculta a la mirada de los médicos, para entregársela bajo secreto a su esposa enferma que seguro yace en alguna habitación con vistas. El anciano es de movimientos cadenciosos pero de súbita sonrisa. Es esa prontitud en la sonrisa lo que me hace quererle un poco. Y hoy, esta mañana, estaba junto a mí, con su croissant para llevar, buscando las monedas en el bolsillo mientras apoyaba su bastón en la barra. Yo me he impacientado un poco. Nada ha conseguido arrancar de mí este cansancio que crece cada día que pasa desde que trabajo en el Hospital de D. Yo me tambaleaba junto al anciano de sonrisa pétrea, y esa sonrisa esta mañana ha soliviantado mi alma. No quería llegar tarde porque hay unos objetivos que cumplir y bla bla bla. Entonces, él ha percibido mi acritud de niña pija y, sin apagar la luz de sus labios, me ha dicho: Pase, pase usted, si yo ya no tengo prisa...


Si yo ya no tengo prisa... Si yo ya no tengo prisa...


-Yo tampoco tengo prisa, caballero, no se preocupe.
Y me he sentado con mi desayuno junto a un gran ventanal, mirando la niebla desvanecerse mientras se desvanecía también mi temor, mi horror.

martes, 8 de febrero de 2011

EL VELLO

Habían estado toda la tarde haciendo como que estudiaban. Ella había bajado a atender un hiposfagma. El había taponado una epistaxis. La guardia estaba siendo buena. Así, podían dedicar las horas muertas de aquel domingo de mayo a hacer cuanto se les antojase. Leer artículos era el tema preferido del otorrino. Desde su vasta experiencia, gustaba de dar consejos a su pequeña amiga para hacer de ella un médico de provecho. Siempre manteniendo intacta la postura. El pelo dividido por una raya inquebrantable como el horizonte. Las uñas recortadas con cuidado de escultor. La voz calma, con ese tono de profesor antiguo adquirido de sus largos años de trabajo en Siete Aguas. Ella se aplicaba junto a él para complacerle. Le tranquilizaba su silencio sólo interrumpido por el quejido de las hojas al pasar.
 Aquella tarde, el sol se condensaba en los cristales impúdicamente. Se arremangó ella las mangas dejando al descubierto los hombros morenos. Diminutas gotas de sudor perlaban el labio superior. Se secó con el dorso de la mano y continuó leyendo. El la contemplaba con detalle, recorriendo cada pliegue del rostro, cada rincón de piel dorada. Los ojos se despegaban del libro para contemplarla toda en valiente ejercicio de trapecista.
Llamaron una vez más al busca de él. Se excusó nervioso y desapareció por la puerta. Ella relajó la postura y continuó leyendo. Los minutos pasaron, y las horas. La tarde declinaba y un dulce cansancio la seducía.
De pronto, él entró y se sentó despacio. “Una otalgia”. Y retomó la lectura. Ella se incorporó y contempló su figura como de costumbre. El pelo dividido por una raya inquebrantable como el horizonte. Las uñas recortadas con cuidado de escultor… Y un diminuto vello, retorcido como el rabo de un puerco, pegado en la mejilla todavía encendida.  

MI PADRE BEBIA PARA EMULAR A JOYCE

Mi padre bebía para emular a Joyce. Recuerdo el sonido en escala ascendente del vino cayendo sobre el vaso. Y luego un silencio eterno que finalizaba con el ruido del cristal sobre el mármol de la cocina. Esa secuencia se repetía en mis oídos una y otra vez mientras él preparaba la comida y yo esperaba, temerosa, en mi habitación. Sabía que la hora del soliloquio llegaba con el tercer trago. Era entonces cuando mi padre arrojaba los despojos de las sardinas sobre el suelo para agasajar a la gata y, mientras la contemplaba con ojos pequeñitos, comenzaba su disertación lastimera. Imaginaba cómo su lengua tropezaba con los dientes al proferir las amargas sílabas. Hablaba de su juventud en el seminario. De cómo lloró Carmencita cuando la abandonó por su dios. De los estudios de teología. De su tesis doctoral sobre San Agustín. De sus años de santo oficio tirados por la borda. De las tentaciones de las que yo fui el fruto. De la boda obligatoria con mamá. De su divorcio. De Joyce ...  Al finalizar se agachaba y acariciaba a la gata. “ Sabes, gata, nadie me cree pero, El Ulises lo escribí yo. No entiendo cómo se lo publicaron a ese aprovechado. Es lo único cuerdo que hecho en mi vida, lo único de lo que me siento realmente orgulloso. Que les den por el culo a todos esos beatos”.  A continuación, se servía un vaso más y me llamaba a la mesa. Yo escondía mi cara mojada entre el humo de la sopa.  Él se sentaba en su sillón completamente borracho y, tras santiguarse, leía un pasaje del libro en voz alta.

MIOPIA MAGNA

En verdad, el Hospital de D. está sometido a las mayores inclemencias del tiempo. El primer día cayó hielo, desde el cielo, y el suelo parecía un camino que hubiera sorteado la mano laboriosa de los hombres para desmoronarse a su antojo. Esta mañana, una niebla espesa como una manta hacía del paisaje una imagen miópica, y yo, que soy miope, abría más y más los ojos pensando que alguna borrosidad empañaba mis lentes. Al final me di cuenta de que esa espesura era fruto de nuevo, de las inclemencias del tiempo que arremeten contra D. Veía desdibujados los árboles y las personas. Los árboles y las personas provenían de un cuadro del mismísimo Corot, me dije. Era precioso, todo aquello.

En el hospital de D. todos los pacientes son ingleses, o belgas, o alemanes. Se molestan cuando les digo que no hablo inglés. El inglés me cuesta 500 euros al cuatrimestre, pienso, y no sé llevarlo a cabo. Se pone en evidencia, una vez más, la ausencia total de pragmatismo que me caracteriza. Farfullo algunas palabras y gesticulo mucho; ellos no gesticulan y se sorprenden al ver mis cejas balanceándose arriba y abajo de mi frente, y mis ojos desplegándose como un mapa imposible que no saben interpretar. A Maureen no pude implantarle la lente intraocular el otro día. Y se lo tuve que explicar en inglés. Ella me sonreía suavemente y con resignación. Odio la resignación en cara ajena. Odio inspirar resignación, vacío, desesperanza. A mí no me salía el verbo subir (¿to rise, to increase, to go up?). ¿Por qué no asentían cuando les expliqué que your preassure has increased in your eye so I couldn't put the lense inside of the eye? ¿Por qué me miraban como se mira a un niño que acaba de destrozar un jarrón de la dinastía Ching? ¿Por qué no acompañaban mis intentos de comunicación verbal con amables gestos de comunicación no verbal que me hicieran sentir menos estúpida, que neutralizaran la tragedia que yo y sólo yo había instaurado en sus vidas de foráneos-en-el paraíso-del-sol?
Yo también poseo una decoloración de la piel y los anejos propia de las zonas más septentrionales del planeta. Por eso creen que, junto a esa decoloración, debe de existir algún gen del habla inglesa, o alemana. Y se empeñan en escupir sus descaros sin gesticulación alguna que los haga más visibles ante mi miopía creciente, creciente desde que trabajo en el Hospital de D.
No señores, a lo sumo me expresaré en francés. O en valenciano. Pero el inglés... ay, el inglés. Cómo lo odio.






lunes, 7 de febrero de 2011

FINALMENTE...

No había contado con las consultas de los lunes por la tarde. Sabía (estaba segura) que a ésas jamás se acostumbraría. Además, debería pernoctar en algún hostal de mala muerte todos los lunes a partir de ahora, si de economizar el tiempo se trataba. Podría estudiar entonces sobre la colcha ajada de una habitación cualquiera, con la tarde apagándose tras las ventanas y la abrumadora soledad.

No, los comienzos nunca son fáciles...

Finalmente sí, había conseguido trabajo en el Hospital de D. Su vida acababa de cambiar radicalmente, y como todos los cambios, para ella suponía un suplicio: el madrugar a las 6 de la mañana y coger un taxi hasta el Corte Inglés de la avenida de Francia, donde dos colegas pasaban a recogerla en coche. El viaje de una hora hasta el Hospital de D. con los ojos abiertísmos por la escasa confianza que le impedía soñar durante una hora en el carruaje mientras amanece en el cristal. El sistema informático del hospital, tan sofisticado e inaccesible para sus deditos acostumbrados a la simpleza de su VAIO, de su hotmail y de algunos blogs interesantes. Los compañeros nuevos, majos, sonrientes, displicentes, complacientes. El instrumental quirúrgico desconocido: pinzas de colibrí, qué diablos será eso; ¿tenemos pinzas de córnea? No; ¿tenemos pinzas de rexis? No; ¿tenemos sistema de aspiración manual? No, niña, adáptate a lo que ves...
(Sí, bueno, ella no era demasiado buena adaptándose a nada; siempre había creído que una especie de mal del autista la caracterizaba, razón por la cual se desorientaba si la despojaban de sus rutinas tan preciadas).
El terminar a las 14.30 y esperar a los compis de la mañana para regresar con ellos en coche de nuevo; el llegar a casa a las 16.30 sin comer, sin comida, sin fuerzas más que para dormir sobre la cama deshecha. El acudir a un par de consultas privadas dos tardes a la semana porque en aquel momento no tenía nada mejor que hacer, y de las que ahora no sabía cómo desprenderse... El examen de oftalmología por el que había pagado 400 euros y que ni siquiera sabía si iba a poder estudiar; el coche nuevo, máquina de matar (ahora tiene más probabilidades de morir, y a ella la muerte siempre le ha dado mucho miedo).
El carecer, de una vez por todas, de tiempo que perder.
Por fin se había cumplido la profecía de su madre: no tendrás tiempo que perder, nunca más. Ni ese sentimiento de culpa que yo te he inculcado. Has entrado en la vorágine del trabajo de la que nunca, nunca, escaparás.
Una angustia lacerante la acucia aún hoy cada día; traga saliva y continúa con su vida recién estrenada.