sábado, 2 de junio de 2012

GAJES DEL OFICIO

Yo no soy vendedora, solamente soy servil. Sí. Me postro a los pies de cuantos requieran mi verbo apaciguador, mi beso en la frente, mi caricia templada, y la templanza, porqué no, de mi espíritu cuando, empuñando el bisturí en alto me dispongo a restaurar los ojos malogrados.
Pero no soy vendedora de ningún producto reparador de las miradas inhabilitadas las tardes en la privada. Me gusta acoger a las mujeres de edad intermedia más rozando la ancianidad que poseen ese vigor en las articulaciones y en la lengua también articulada y se ríen tan a gusto y son felices, ataviadas con sus mejores galas cuando me visitan en la consulta de Padre Porta de paredes desconchadas y aparatos sin reparar, ensortijadas hasta la médula, perfumadas y maquilladas, con la voz ronca propia de quien ha sabido mandar toda la vida y su familia es un matriarcado al modo de la mamma del sur de italia. Esas mujeres orondas como obleas y un marido alargado escondido tras sus redondeces que las contempla con auténtica devoción acentuada en el modo de llevar la camisa que ellas han planchado la noche previa, en esa aquiescencia tatuada en el rostro desde siempre y para siempre porque ellas les procuran una vida dichosa con su energía exacerbada y otorgan sentido a todo cuanto yo me empeño en desproveer de significado, y los pusilánimes que yacen junto a ellas por las noches las necesitan como a árboles viejos de tronco ancho a los que abrazarse para salir a flote, que siempre han sabido ellas consolarles en los momentos de decaimiento existencial o de crisis financiera con unas buenas torrijas o una grata felación en la ducha.
Me gustan también los abuelitos que rondan los noventa años y acuden solos a la consulta con cierto olor acre que desprenden las axilas porque tantos años de tabaco han terminado por minar su olfato, y sus hijas trabajan y carecen de tiempo para acompañarles, y ellos sonríen sin dientes y tienen las uñas sucias porque algunos son labradores y poseen terrenos en la zona de El Saler y a algunos se los han expropiado pero ellos siguen acudiendo solícitos a sus huertas labradas por otros y por eso necesitan pasar el examen de conducir, doctora, para acercarse con el coche a la huerta un ratito, doctora, y yo les digo que no deben conducir si ya nada puedo hacer para otorgarles más vista y ellos sonríen con la boca vacía y murmuran la vejez qué mala es y me conmueven tanto que les digo que sí, que conduzcan pero solo si está cerquita.
Y me gustan también esas señoras como aristócratas que lo han perdido todo y ya no se pueden permitir una consulta privada y contrastan sus alhajas con el calendario descolorido de la pared, y sus hijas las acompañan y les hablan con dureza sin ser conscientes de que ellas han adquirido el mismo rol de personita atildada que el de sus madres antes de caer en bancarrota. Y me gustan los jubilados que hablan de personalidades de mi cuidad que desconozco con sus nombres y apellidos como en una novela sudamericana y así se sienten un poco más importantes, y yo les escucho y finjo asombrarme mientras los exploro a toda prisa, mis seis minutos por paciente, y casi ni hablo, pero sonrío con crudeza.
Y me gustan los niños gorditos que no saben apenas hablar y las madres les reprenden como lamentándose de que no crezcan más rápido y los animo a que me digan si pájaro, coche o casa y les regalo bolígrafos con los que dibujan soles que luego tiro a la basura.
Pero no me gustan las mujeres de la consulta privada de por las tardes que tienden a la cuarentena y se quejan por minucias que debería resolver con la misma animosidad de espíritu de por las mañanas en Padre Porta, que me miran con remilgos y están tan bronceadas y quieren prescindir de gafas, altas ejecutivas de cuerpos fibrosos que moldean en el gimnasio cuando salen de trabajar a las diez de la noche cuyos hijos abandonados se preguntan por qué han venido ellos al mundo.
No me gustan las madres que acuden con sus hijos uniformados con logotipos de colegios concertados que lo toquetean todo y jamás son reprendidos a causa de esas teorías modernas de la educación sobre el" dejar llorar" y el "dejar hacer" para evitar así los traumas infantiles, como si fueran ellas las primíparas de la Historia de la Humanidad, si todos conocemos los beneficios de una buena hostia a tiempo, y yo balbuceo un tenue estáte quieto hasta que llegue el día en que los coja por el pelo y los lance por la ventana...
Yo no soy vendedora pero me vendo como una puta y sonrío ante las madres ejecutivas y ante las otras tan permisivas por unos euros que me permitan sobrevivir y les vendo cirugías milagrosas con las que retirar para siempre las gafas de cerca que tanto las afean porque resaltan la edad y es que todos queremos ser inmortales y yo quiero tener dinero y digo que sí que sí que sí a todo cuanto me preguntan sin ser consciente de que tal vez sí esté haciendo algo bueno también por ellas y sin ser consciente de que tal vez sí hallara consuelo en estas palabras.



lunes, 21 de mayo de 2012

LA SERP


Emule la serp al brossall:
deliri d'esquerdes la pell
i els pasos, celatge d'oneigs.
Jaia vinclada d'enyor
oberta la boca als ocells.
Esbatanada al somnieig!
Emule la serp a l'estiu
temuda, vençuda per sota
balls d'arrossegament.
I el seu esguard és l'ancoratge
de focs al solstici d'hivern.
Avança, torçuda, torçada

Emule la serp amb la pols
tatuada al ventre concís
per fer-li besar sens atur
plantacions de gessamí.
I mire com enfila l'arbre
de la branca i la pietat.
Ho abraça, va nugant la soga
que mai sofocarà el penjat.






miércoles, 18 de abril de 2012

LA SERP

Piel de serpiente.
Y no es la película de Marlon Brando, o hago referencia a cantautores cubanos.
Piel de serpiente, la piel de las serpientes se desprende como también lo hacen nuestras células estratificadas queratinizadas, partículas de las que uno quisiera deshacerse con mayor velocidad para dar cabida a lo nuevo subyacente. Las células van cayendo como cae la nieve donde diablos quiera que caiga, que jamás la vi por estas latitudes. Las células que conformaban nuestras redondeces, y dobleces, y esbelteces, y salientes omopláticos e ilíacos y recovecos endurecidos por el tiempo, las células que conformaban lo antropomorfo que nos nombra, las células que fueron manoseadas y devoradas por las fauces impetuosas de los galanes, las células que fueron diseminadas con las cremas y afeites, difuminadas como pigmentos en la paleta del pintor y homogeneizadas en su textura, las células que eran yo una mañana de lluvia o un día cualquiera en el trabajo hace tres meses, las células que tantos mares han cubierto en las costas del sur más escarpadas, erosionándolas como a las piedras de sus propios acantilados, las células que se llevaron mis amantes tras de sí entre las uñas y los dientes, adheridas a la lengua. Todas ellas se desprenden en un continuo caer de células muertas que son el polvo arrinconado en el pasillo de la casa.
Pero las serpientes pueden desprenderse de toda esa estratosfera epidérmica en un solo gesto, sin necesidad del transcurrir largo de los inviernos y los veranos. Sin necesidad de ir viendo romperse los trocitos que otrora fuimos en una eterna despedida. Las serpientes se desprenden de la piel así de cuajo, sin esa agónica  disección de los queratinocitos. Toda de una, reluce la serpiente nueva que queda tras la metamorfosis.
Esa que yo también quisiera para mí.

sábado, 14 de abril de 2012

DE VIENTO

No comprendo la complejidad que alcanza el cielo despejado cuando deja de estarlo. Hace tan solo un instante el cielo era algo llano donde no habitaban proporciones. Desmesurado, se expandía el cielo como los pulmones de un gran corredor.
Cualquier elemento depositado en el cielo que veía yo hace unos instantes hubiera carecido de coordenadas que lograran situarlo en el aquí y el ahora del cielo, porque el cielo que yo veía era un continuum de una sola dimensión donde nada puede depositarse sin quedar desprovisto de su tridimensionalidad.
Pero hace unos instantes, tan solo unos instantes, las partículas invisibles que habitan en lo llano del cielo cobraban formas inusitadas en las que sí se apreciaban proporciones. Y veía yo las nubes más grandes de más cerca, y el ir menguando de las nubes de más lejos. Veía una reducción de las nubes a medida que miraba yo más atrás, porque entonces sí había un más atrás desde aquel nuevo elemento depositado de pronto sobre el cielo que eran las nubes. Pero a su vez, no eran nubes escindidas de las primeras las que se situaban en planos posteriores, sino que era toda la misma masa nebulosa que, por lo desmesurada, se expandía en el cielo como músculos que se ejercitan en el organismo de un gran corredor antes de la carrera.
Las circunvoluciones de las nubes las convertían en un gran cerebro desprovisto de su cráneo. El gris era mayor en los rincones, en los pliegues, en las arrugas, y el resto a lo mejor era blanco. Pero el gris de las nubes más alejadas del cielo se convertía en azul.
Los grandes sesos que eran las nubes poseían una delimitación adecuada, sin esa difuminación típica del levante, sin ese no saber qué es cielo o qué es nube tan característico de estas latitudes perfumadas por el viento del levante que lo mezcla todo en una textura abigarrada donde se confunden verde, azul y amarillo y el viento le vuelve loca a una con ese gotear de las axilas y de los cueros cabelludos y le despigmenta también a una, y el rojo de los labios se mezcla con el verde de los iris y el marrón de las areolas mamarias. No, afortunadamente no era así, y la delimitación era la adecuada. Pero a pesar de lo grande del espacio que las envolvía, las nubes se replegaban sobre si mismas y parecía que crecieran hacia adentro. Entonces poseían aristas deformadas y eran poliedros atisbados a través de un cristal curvo con todas las aristas y los vértices concentrados en si mismos como en un gran cerebro hipertrofiado.
Entonces, solo entonces he pensado que la nitidez del día en que me hallaba permitía apreciar la complejidad de las nubes con mayor exactitud que en los días de levante, y pensé que el levante es engañoso porque mezcla colores y texturas que lejos de simplificar la imagen, la desconciertan a una tratando de distinguir los rebordes y las delimitaciones. La vuelven loca a una tratando de apreciar la verdadera imagen, necesaria para saber a qué atenernos.




jueves, 12 de abril de 2012

LA TETA QUE CRECE

Mi mano abarcaba mi teta derecha por completo hace una semana. Me gustaba colocarla encima, recogida en forma de cuenco para acoplarla a la convexidad de la glándula. Me gustaba sentir el pezón afilado rozando la palma de la mano derecha solapada sobre la teta derecha. Era una mama sin pretensiones, mediana tirando a pequeña, pero me gustaba. Porque no estaba el atributo femenino expuesto tan abruptamente a las miradas prolongadas y prorrogables. Y me sentía capaz de seducir desde otros órganos: la afilada lengua que dibujaba hermosas palabras, la mirada ambarina como polen esparcido por una abeja sobre una flor de otoño.
Pero me he dejado el pelo suelto y mi mano ya no abarca la convexidad de mi teta. Esta semana la mama ha alcanzado dimensiones inimaginables que no logro comprender. Parece un exabrupto en mi tronco diminuto. ¡Y la izquierda la ha imitado en su megalomanía!
El pelo ha crecido sin un rumbo predeterminado, y los reflejos áureos atrapan las miradas como a mariposas en la liviana red. Porto dos tetas execrables y el pelo dorado que comba mi cuello. Los hombres se giran a mi paso y me piropean y me ofrecen beneficios de los que antes no osara jamás gozar. No debo esforzarme en la palabra ingeniosa o en la mirada que azuce el espíritu desvaído. Me portan en volandas y no debo pensar en subterfugios para subsistir. Me ofrecen cada día camas y coches, joyas y ropa. Podría enriquecerme de los hombres a cambio de yo misma.
Hoy he descargado todo cuanto me sobraba en un estercolero. Y no hay mama hipertrofiada ni cabello plúmbeo. Tampoco las miradas en mi carne socavadas eran ciertas. Hoy he adquirido las dimensiones adecuadas para ser albergada en este tiempo escaso que nunca fue lo suficientemente hermoso para mí. Hoy he paseado bajo el viento de poniente que era frío al caer la noche. El viento de poniente otorga al paisaje una claridad inusitada, desprovisto ya de toda humedad que lo torne de un azul tamizado. Y ese mirar la silueta exacta da miedo.
Prefiero la borrosidad del levante que no es otra que la de mi propia miopía, absolutamente inoperable.